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El hombre que tuvo un acceso de alegría
 
 
Era de mañana. Lejos del mundo que creía su mundo, descalzo, húmedo de fluidos de una joven caníbal de sexos, amarillo de sol extranjero por un ratito, abrió los ojos, miró hacia el techo azul de ese mar que rezongaba desde la ventada entreabierta y respiró. Siglos en las manos, segundos en la mirada, ensayando fidelidades perecederas con constancia penitente, rueda que ruedan las ruedas del ferrocarril... Cerró los ojos, el recuerdo del camino férvido hacia la rivera infantil le agrietó el alma y el amigo, que de ningún modo regresa, le recordó su edad. Allí estaba, cadáver de las oficinas, rompiendo las reglas que siempre son forasteras, venganza de las madreselvas que juran no amurarse nunca jamás ni esperar un beso furtivo, tendido sobre las sábanas, los pies gélidos, las rodillas quebradas de placer, los hombros náufragos en otros hombros y sus manos que no la sueltan, esa habitación caja de zapatos flotando entre los acantilados, meciéndolo impaciente y como era de mañana y estaba en otro mundo que no era su mundo y estaba descalzo y húmedo de fluidos de una joven caníbal de sexos y amarillo de sol extranjero por un ratito, se dejó estar; el cenicero no era cenicero sino cenicienta, la puerta no era puerta sino pretexto de fuga, el reloj no era reloj sino camarada de una melodía pegajosa que ni entendía, se convenció que nadie lo estaba esperando, rueda que ruedan las ruedas del ferrocarril... Cuando una nube corrió las cortinas se alzó melindroso, pensó es bueno para mí y nada fue más cardinal que su decisión de que lo trajinase por toda la galaxia por el mismo precio de un viaje en subte, entonces por las dudas preparó sus alas de gaviota – que hacía años no usaba – aferrándolas a su espalda extremando los cuidados, renunció a unas manos vírgenes de adioses y refutando la veracidad del techo traspasó la frontera, esbozó una sonrisa que luego fue carcajada y dejó atrás su pasado ferrocarril para siempre.




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