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La Democracia

como Utopia Posible

 

 

¿Por qué los patos vuelan en V?

El primero que levanta vuelo abre camino al segundo,

que despeja el aire al tercero, y la energía del tercero alza al cuarto,

que ayuda al quinto, y el impulso del quinto empuja al sexto, y así,

prestándose fuerza en el vuelo compartido,

van los muchos patos subiendo y navegando,

 juntos, en el alto cielo.
Cuando se cansa el pato que hace punta,

baja a la cola de la bandada y deja su lugar a otro pato.

Todos se van turnando, atrás y adelante,

y ninguno se cree superpato por volar adelante,

ni subpato por marchar atrás.
Y cuando algún pato, exhausto, se queda en el camino,

dos patos se salen del grupo y lo acompañan

y esperan, hasta que se recupera o cae.
Juan Díaz Bordenave no es patólogo,

pero en su larga vida ha visto mucho vuelo.

El sigue creyendo, contra toda evidencia,

que los patos unidos jamás serán vencidos.

(Bichos. Eduardo Galeano)

 

 

Pensar en una sociedad más democrática, parte, por supuesto, del reconocimiento de que la sociedad actual no lo es tanto y que existen, en la cultura y la vida social contemporánea, situaciones y formas de la convivencia que no nos dejan satisfechos y que nos hacen desear algo que falta, que nos hacen echar de menos algo que consideramos posible y nos exigen plantear una alternativa, hacer el esfuerzo por configurar la imagen del ciudadano que, en el marco de una sociedad injusta, inequitativa, individualista, competitiva, pragmática, hedonista y desencantada de su historia, asuma la responsabilidad de impulsar los valores de la cooperación, de la solidaridad, de la justicia social y de la construcción colectiva de un mejor porvenir. Esa imagen, en la medida en que se constituya en proyecto social, político, cultural, educativo, tendrá el carácter de una utopía: la utopía de la formación del ciudadano democrático en la cultura y la sociedad posmoderna, posautoritaria y posneoliberal.

 

La utopía democrática, expresa nuestros deseos y esperanzas, así como la confianza en la capacidad del ser humano para trascenderse a sí mismo. La creación de una utopía, entonces, no es otra cosa que la práctica de especular, de imaginar un destino y una vida diferentes para varones y mujeres, para niños y adultos. Parte de la inconformidad con lo existente y promueve una antropología y una visión del mundo distintas que permiten, a la práctica social y política, saldar sus deudas con el pasado y el presente de la sociedad y cobrar un nuevo sentido. Sin embargo, al delinear un camino, es posible tanto apuntar a lo posible como a lo imposible, desmesurado o impertinente.

 

La utopía sensata se distingue de la insensata, porque, a diferencia de esta última, propone un sentido a la existencia que nace de la crítica razonable. Su propuesta aparece no sólo como algo bueno, como algo que induce a nuestra voluntad a actuar para traerlo a la realidad, sino que se encuadra con otros elementos de lo existente que la hacen ver como posible y necesaria. En cambio, la utopía insensata aparece exclusivamente como protesta, como crítica desesperanzada de lo real y como la negación de todo sentido a lo existente. Sensatos e insensatos en el fondo comparten la rebeldía; y cualquiera podría decir que ambos piensan de la misma forma los mundos presentes y futuros, pero…porque siempre hay un pero, a los insensatos no les importa tanto el porvenir. En solitario, se revuelcan y envenenan en su propio delirio.

 

Formular, entonces, una utopía sensata es acompañar la crítica de lo existente con la propuesta de un nuevo sentido posible, que recoge aquello de lo real que exige ser visto de otro modo para seguir siendo valioso. Por ello, plantear la idea de la democracia como utopía es hacer la critica de lo antidemocrático en en el presente y es, también, la formulación de una ética que busca centrarse en la  idea de una comunidad de hombres libres e iguales, frente a los inconvenientes del individualismo liberal. ¿De dónde surge la idea de la democracia como una práctica social valiosa? La idea de que la vida colectiva beneficia y enriquece a la comunidad cuando ésta se norma y se conduce según el criterio de tener en cuenta las expectativas e intereses de todos sus miembros, cuenta con, por lo menos, 3000 años de antigüedad y surge en el marco de las ciudades-estado de la Grecia clásica.

 

Fueron los griegos, los primeros en considerar como valiosa una vida en común que, además de abrir la posibilidad de alcanzar, sin riesgos y sin conflictos, los intereses y expectativas de cada uno en particular, los trascendía y daba lugar a una nueva clase de realidades que, sin duda, los enriquecían en muchos sentidos. La idea del ciudadano de la polis, el Zoon politikón, es la de un sujeto activo, comprometido, que encuentra en la participación de la vida de la comunidad una forma de realización del bien, una virtud (areté) y, por lo tanto, ha de realizarse. La participación ciudadana, en este caso, no es un derecho del individuo, sino una responsabilidad asumida como consustancial a la condición de hombre libre.

 

Es ineludible, toda vez que la no-participación aparece como falta de virtud. Entre otras razones (quizá más fundamentales que las que aquí se recogen), se ha dicho que esa práctica de la democracia se volvió imposible cuando la comunidad creció, se volvió compleja y dejó de estar restringida a la vecindad y a la interacción cara a cara de los ciudadanos. Mucho de esto, existe en la vida societaria del municipio y algo de esto se puso de manifiesto en las asambleas populares. Por esto -se dice- la democracia para existir en las sociedades modernas, no tuvo más remedio que volverse representativa; es decir, que la participación de miembros de la comunidad no tuvo más remedio que ajustarse, a través del voto, a la mediación de delegados y representantes en el ejercicio efectivo del poder social. De este modo, la idea del ciudadano moderno (el citoyen de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano) es la del sujeto de derechos, un sujeto que tiene el derecho de participar en la vida colectiva, pero que no se ve forzado a la participación; y que aún cuando la considere valiosa, puede abstenerse de ella.

 

Al igual que en la polis griega, la condición de ciudadano constituye la base de posibilidad del disfrute de estos derechos. Sin embargo, la ciudadanía se ha vuelto abstracta: es la ley la que coloca al sujeto en la posibilidad de participar, no su propia existencia. Así, mientras que en la polis tener una determinada identidad, familia, patrimonio y creencias era condición para ser ciudadano y, dado esto, no se tenía más remedio que participar en la política de la ciudad, el ciudadano moderno, en tanto que sujeto de derechos, obtiene de la ley, la garantía de que no se verá afectado (ni por sus conciudadanos, ni por extraños) en el disfrute de su identidad, familia, patrimonio o creencias; así como tampoco se verá apremiado a la participación política, si su deseo es abstenerse, lo cual ocurre frecuente y masivamente en nuestro tiempo. No obstante estas particularidades históricas y conceptuales, es posible reconocer la existencia de tres principios fundamentales de la práctica de la democracia, en función de los cuales ésta ha representado un valor, una práctica social valiosa en la cultura occidental, sea que se trate de la antigua polis griega o del moderno Estado-nación. Esos principios son:

 

Ø                   Todo individuo se encuentra inevitablemente inmerso en una comunidad, no sólo en el sentido de que necesita de ella, sino que es ella. Existe a través de ella.

Ø                   La vida colectiva potencia y enriquece la calidad de vida, las inclinaciones, preferencias, expectativas e intereses (desde cognoscitivos y afectivos hasta económicos) de todos los individuos y da lugar a realidades nuevas y valiosas.

Ø                   Todo individuo debe encontrar, en las interacciones con los otros, la realización de las propias necesidades, expectativas e intereses.

 

¿Qué es lo que amenaza o ha hecho desaparecer esos principios en la actualidad? En general, puede decirse que la práctica de la democracia en la compleja sociedad contemporánea sigue apoyándose en la concepción moderna del ciudadano como sujeto de derechos. Sin embargo, además de la orientación hacia el individualismo que ya el propio carácter abstracto del concepto impone en la medida en que la participación resulta mediada por la voluntad del individuo, las situaciones y circunstancias concretas de la práctica social contemporánea son muy distintas de las que tuvieron lugar todavía hace unos sesenta años; es decir, hoy día la vida de la comunidad involucra actores y sujetos sociales que ni se ajustan al concepto abstracto de ciudadano ni existían en el momento en que la concepción de la democracia como igualdad ante la ley y libertad individual de participación se desarrollaron. Todo lo cual nos impone la necesidad de repensar el problema y establecer claramente, tanto las limitaciones del concepto, como las necesidades de cambio en el terreno concreto de las interacciones sociales.

 

 

Ella está en el horizonte -dice Fernando Birri-.

Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos.

Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.

Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía?

Para eso sirve: para caminar.

(La Utopía Eduardo Galeano)

 

 

La posibilidad de que el significante democracia tenga precisamente el sentido de que cada individuo o grupo tenga la posibilidad de hacerse presente en la toma de decisiones y en el gobierno de la vida colectiva, obteniendo de ello beneficios tangibles, enfrenta hoy día especiales dificultades, toda vez que, en contra de la idea moderna de un ciudadano único, universal, abstracto, lo que realmente vivimos es la contundencia de la diversidad, el imperio de la diferencia, el avasallamiento del interés general y el desencanto respecto a los valores y “promesas” de la ciudadanía moderna. En contra de la abstracta definición ilustrada del individuo y de sus derechos y libertades igualmente abstractas, lo que hoy enfrentamos es la aplastante realidad de la diversidad étnica, racial, identitaria, sociocultural.

 

Tal como dice Victoria Camps “La diferencia está en auge. Es un signo de calidad. Significa distinción, poder y atributos para distanciarse de lo masivo. Es la expresión de la aristocracia en nuestro tiempo [...] se ha ido creando una ideología de lo individual y la diferencia como resultado de la exacerbación de la crítica de la modernidad y la ilustración.” Frente a esta situación, se considera que hay que recuperar los logros de la modernidad tales como la individualidad, la privacidad, la libertad, la autonomía y la diferencia, pero que no podemos desentendernos de la convivencia necesaria. “Es hora de reconocer que la universalidad y la diferencia no son siempre conceptos opuestos ni incompatibles, que se puede ser muy autónomo y muy distinto, sin descuidar que convivimos con otros individuos que reclaman, a su vez, el reconocimiento de sus diferencias.” Porque no hemos sabido conjugar la libertad cooperante y participativa de los antiguos con la libertad independiente de los modernos. Al buscar la autorrealización en lo puramente privado, el individuo tiende a desprenderse de todas las ataduras sociales, no hay forma de unir a los individuos en torno a proyectos comunes. Se ha señalado que, precisamente por apoyarse en el derecho de los individuos a la libertad, esto es, en la posibilidad de renunciar a la participación política y propugnar un liberalismo económico, político y moral, ajeno a la formación de identidades cívicas (la ideología neoliberal), la concepción moderna de ciudadanía es una concepción individualista que conduce a la pasividad dado que los ciudadanos no asumen otros deberes que los exigidos por la democracia formal.

 

 

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia,

pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó.

Dijo que había contemplado,

desde allá arriba, la vida humana.

Y dijo que somos un mar de fueguitos.

El mundo es eso –reveló-.

Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales.

Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores.

Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento,

y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas.

Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;

pero otros arden la vida con tantas ganas

que no se puede mirarlos sin parpadear,

y quien se acerca, se enciende.

(El Mundo. Eduargo Galeano)

 

 

Ella, necesita contar el mundo.

Aletea cosmos de palabras golosinas.

Naufraga en mares de palabras melancolía.

Dice del clamor y celebración de la vida. 

Conjuga el verbo en verde esperanza.

Hace ver lo que no se puede mirar.

Hay un lugar que huele a jazmines en el alba.

Allí puede verse el esplendor de una Mujer

que tiene un ojo huracanado y otro ojo en el cielo.

(Tierra Llanura)

 

 

Nuevos pensamientos que sobresalen en esta perspectiva creen firmemente en una ciudadanía republicana, que se expresa en el hecho de que a la concepción neoliberal individualista de la ciudadanía, contraponen una concepción comunitario-republicana recuperada de la democracia griega y de las repúblicas italianas del Renacimiento que concebían la participación política en el autogobierno como esencia de la libertad. De este modo, interroga Demaría (2001) “¿Podemos hablar de imperio de la democracia en los últimos veinte años de historia argentina? ¿No es acaso un espejismo político dentro del desierto ideológico que propone el capitalismo? Encontrarnos los argentinos con la posibilidad cierta de retomar los destinos de nuestro país ha sido y es una imagen en extremo movilizante. Observando con atención lo expuesto anteriormente acerca de la primacía de los aspectos mortíferos por sobre los eróticos, y recordando los sucesos padecido por el pueblo argentino de cien años a esta parte (desde la Semana Trágica del 19, pasando por todas las persecuciones imaginables, hasta los últimos hechos de sangre de Junio de 2002) redescubrir que los únicos y legítimos portadores de la salida institucional posible, basada en la fundación de una Nueva Repú(v)lica, somos cada uno de los integrantes del conjunto del pueblo de la Nación, no puede más que abrir las compuertas de la vida misma que fluye para romper con la necrosis instalada. Así, despertando de la inercia provocada por el sometimiento de las voluntades individuales al mito de la expulsión del Paraíso, descubrimos que la democracia es un modo de vida que puede, perfectamente, ser materializado en acciones cotidianas. Tomamos conciencia de que los lazos solidarios, rotos por décadas, buscan ser restituidos. Como un ser que clama aferrado a la vida, el conjunto social grita su indignación y su decepción al descubrir que el modelo de representatividad no es ni más ni menos que una máscara para evitar que cada uno como sujeto sea partícipe directo de la puesta en marcha de su destino, para evitar que cada ciudadano se haga presente en el contrato social a través de su palabra, y que así, la diversidad sea negada, dando paso a la hegemonía alienante que el sistema capitalista necesita para sostenerse”.

 

¿Cómo se conectan entre sí individuo y comunidad? El significante ciudadano, al igual que el de democracia, se refieren al sujeto que se trasciende a sí mismo y se conecta con los otros en una nueva forma de existencia: la comunidad. Ambos conceptos nos hablan de la proyección desde el sujeto hacia algo que no es él mismo y que lo hace ser de otro modo, y esto nos introduce en el tema de la dimensión ética de la práctica de la democracia. Distintas épocas y tradiciones de pensamiento han formulado respuestas diferentes acerca de las finalidades (el ¿para qué?); es decir, de los valores que se realizan en este trascender y dar lugar a algo nuevo. En la polis griega y su filosofía, aquello hacia lo que se trasciende son valores puramente ideales, cuya existencia no depende de lo que hagan los individuos y, por el contrario, se imponen sobre éstos compeliéndolos a la acción. Esos valores son: el bien común, lo universal, el ser esencial del hombre, su concepto: el zoon politikon.

 

La tradición de pensamiento judeo cristiano, tiene en Dios el horizonte de esa trascendencia. La vida de la comunidad es trascendencia hacia Dios, es la realización de su designio; por esa vía, el individuo se vuelve uno con lo infinito, se hace Persona. En el pensamiento de la Ilustración, las realidades trascendentes a que da lugar la vida de la comunidad son: la libertad, la historia, la voluntad general; mediante ellas el individuo se convierte en citoyen. Como vemos, tanto en la idea moderna de ciudadanía, como en la judeo cristiana o la griega, se responde al problema de los valores que se realizan en la vida de la comunidad con una noción abstracta o extraterrenal de la vida colectiva, con una idea de la comunidad colocada más allá de las comunidades realmente existentes y de los beneficios reales que esa interacción humana alcanza. Estas respuestas no reflejan ni la heterogeneidad de las comunidades realmente existentes ni lo que realmente constituye su aporte a la vida de los individuos que la componen y a la humanidad en general, en términos de enriquecimiento mutuo. Los movimientos comunitaristas actuales ya han insistido bastante en que la verdadera realidad social está en las comunidades efectivamente existentes y en que el problema de lo que se consigue con la vida en común ni puede tener un concepto abstracto como referente ni necesita abarcar a la humanidad completa.

 

Como resultado de la crítica filosófica y política del sujeto trascendental-abstracto (racional, libertario, autónomo) de la modernidad, hemos visto surgir también críticas contundentes a la idea abstracta de humanidad, sociedad o comunidad. Es un hecho que, al menos a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo XX, se fue perfilando el completo desvanecimiento de la significación histórica de las nociones de comunidad, ciudadanía y democracia de la modernidad. Muchas voces se han hecho oír desde entonces, apuntando a la falta de perspectiva histórica de dichas nociones y han proclamado su desencanto de la cultura moderna, su visión del mundo, sus estructuras sociales y, sobre todo, de sus promesas de libertad, bienestar y felicidad.

 

El incumplimiento de las promesas de la modernidad, el deterioro de la calidad de vida de un número cada vez mayor de hombres y mujeres en el mundo, la crítica radical del carácter mítico de los fundamentos y de las esperanzas, generaron un desencanto y un pesimismo que cada día parece cobrar mayor presencia entre nosotros, y que, ante la falta de perspectiva, reivindica como valores máximos la realización individual, el placer y la comodidad. Para el individualismo neoliberal, sólo resulta importante la no-sujeción a nada que contravenga su interés; se trata sólo de estar bien y disfrutarlo, desde la sensualidad y la sensoriedad, mientras dure. Se ha venido imponiendo el éxito económico, la racionalidad, la sujeción a la voluntad mayoritaria en la conducción de la vida colectiva, la idealización del progreso y el avance de la ciencia, han perdido importancia para estos nuevos ciudadanos que hoy prefieren subordinar el crecimiento económico a la protección del ambiente, que privilegian la realización personal frente al éxito económico o el imperio de la voluntad general.

 

La autoridad jerárquica, la centralización y la grandeza del Estado han caído bajo sospecha. Gilles Lipovetsky (1998), desde una perspectiva más centrada en la significación ética de los cambios, explica que el advenimiento de la sociedad posindustrial ha significado el paso de la época del deber a la del posdeber. De una ética de la obligación -hacia Dios o hacia el Estado- a una ética de la responsabilidad (Demaría, 2003) En estas condiciones, si puede hablarse hoy día de democracia y de ciudadanía, no será para referirse a los mismos valores abstractos: Estado de derecho, igualdad ante la ley, respeto a la voluntad mayoritaria -Dictadura de la mayoría, diría Tocqueville- que perdieron su sentido junto con la perdida de eficacia de los grandes relatos de la modernidad, sino que habrá que concebir e impulsar otros que contemplen la heterogeneidad, la diversidad y la posibilidad de que los intereses y expectativas minoritarias (que nunca serán mayoritarias) puedan ser realizadas en la vida colectiva y en la ley; otros valores que sean garantía del respeto a la diferencia y del enriquecimiento de la vida colectiva a partir de ella, en la medida en que ésta de lugar a valores universalizables.

 

 José María Mardones destacaba, el potencial democratizador de movimientos sociales como los de desobediencia civil, por tratarse de movimientos, decía él recuperando a Habermas, que sin afectar el marco constitucional (es decir, expresándose dentro de ese marco) y sin violencia "eticizan" a una sociedad democrática, porque ponen en duda el sentido de justicia de la mayoría, invocando los mismos fundamentos democráticos en que se apoya la sociedad. Dichos movimientos (donde en Argentina se destaca el movimiento piquetero) son una protesta que se dirige a aspectos concretos, en los que se manifiesta un punto de desacuerdo respecto a la opinión mayoritaria -que debe asumirse como discutible- a partir de la idea de carencia de justicia, mostrando que la ley no siempre encarna la justicia y que la legalidad no siempre es legitimidad.

 

La crítica de la injusticia -dice Mardones- es una especie de sanación ética, y constituye un ejercicio de formación de la voluntad general; es decir, de conformación de nuevas normas y principios para la interacción social. El ciudadano democrático de la utopía, a diferencia del pensamiento ilustrado en el que las normas son fijadas, de una vez y para siempre, en cuanto son encarnaciones de la razón, las que resultan de esa crítica, son una construcción colectiva que se ha universalizado porque representa los intereses de todos.

 

Partiendo de estas ideas, se podría formular un concepto de democracia en el cual sólo son éticas las relaciones simétricas entre los individuos (Demaría, 2003), en las que se realice el principio de la universalidad, tanto en el sentido de universalidad del respeto mutuo, como de universalidad de la autonomía de las personas. No se trataría, por supuesto, de una postura pragmática que postule una ética hecha de retazos negociados; sino intentar regir la vida colectiva en función de un ideal de humanidad; ya que, con esto, efectivamente, estaríamos ante el fin de las utopías, de la existencia de un sentido en el hacer humano. Así que resulta muy importante reivindicar la necesidad de una ética que implique un mínimo de solidaridades humanas, más allá de la racionalidad instrumental.

 

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, una sociedad democrática ha de conseguir que todos sus miembros puedan realizarse tal cual son y desde ahí contribuir al enriquecimiento de los demás. La expresión gobierno del pueblo debe ser no el resultado de la universalidad del voto, sino de la universalidad del respeto y la posibilidad de realización de las propias expectativas, como diría Mardones. La democracia debe garantizar un modo de la interacción social que signifique precisamente eso: Que la totalidad de los miembros de la comunidad consiga teñir el paisaje común con las tonalidades de su ser individual y colectivo, por lo que, primariamente, la democracia ha de significar no-exclusión, no-discriminación, no-subordinación, sino convivencia respetuosa de la diferencia. Por supuesto no se trata de oponer una ética particularista a otra universalista, igualmente abstracta. En uno y otro caso, se trata de reducciones perniciosas.

 

Demaría (2002) ha dejado claro que la apelación a la existencia de valores universales y absolutos ha sido pretexto para la dominación de una cultura sobre otras consideradas inferiores y cómo, también, la idea de que toda ética es relativa a una cultura ha sido argumento falaz en la lucha de resistencia contra el dominio colonial. Ella apunta la idea de un relativismo coherente que implica el respeto a un pluralismo cultural, sin tener que renunciar a principios y valores de importancia universal. No parece caber duda, tampoco, respecto a que esa alternativa utópica deberá apoyarse en una nueva idea de la democracia, basada en la construcción de un nuevo sujeto. Parece claro que la idea de la formación de sujetos que, respetando las diferencias, busquen y promuevan valores y formas de interacción social más democráticas -el ciudadano democrático para los tiempos que vendrán- constituye, efectivamente, una utopía sensata. Una utopía que, partiendo la crítica razonable de lo antidemocrático en nuestra sociedad, levante la propuesta de un nuevo sentido a lo existente.

 

Todo esto apunta, entonces, a la necesidad de la construcción colectiva de una ética que se levante sobre la crítica de los conceptos de ciudadanía y democracia de la modernidad, y las prácticas asociadas a ellos; una ética que dé cuenta de los cambios en el sistema de valores de las nuevas comunidades, de los cambios en la estructura social y en las formas y contenidos de las relaciones sociales realmente existentes; y que responda al reto de integrar y armonizar lo individual y lo colectivo, lo local y lo universal, introduciendo un nuevo sentido a las exigencias de igualdad, libertad y fraternidad. Sin duda, este es el punto: permanecer unidos en la diferencia.

 

 

Quien nombra, llama.

Y alguien acude, sin cita previa,

sin explicaciones,

Al lugar donde su nombre,

dicho o pensado, lo está llamando.

Cuando esto ocurre,

uno tiene el derecho de creer que nadie se va del todo,

mientras no muera la palabra que llamando,

llamando, lo trae.

(La Memoria. Eduardo Galeano)

 

En este Curso se buscó responder, especialmente, a una cuestión central: ¿ tiene hoy sentido dentro del sueño democrático generar conocimiento sobre lo social; es acaso posible?

 

Esta pregunta litigante en nuestro pensamiento, anima aún los grandes temas de la filosofía política de la que es tributaria la Convención Internacional. En un mundo crecientemente desgarrado y caotizado –donde extremos hasta ahora desconocidos de pobreza y opulencia conviven escandalosamente y en donde la degradación integral de un capitalismo replegado sobre sus formas más parasitarias, especulativas y predatorias amenaza a la supervivencia misma de la especie humana- el pensamiento crítico puede ir en la búsqueda de nuevos mundos posibles, nutrir a la imaginación utópica y enfrentarse al pensamiento único (Borón, 2003).

 

Este pensamiento, junto a la práctica social de realización del ideal democrático, son elementos insoslayables que actúan como mediaciones de todo aquel trabajo intelectual que quiera ser socialmente (políticamente) pertinente hacia el ideal en que se sustenta este trabajo: la de una sociedad de hombres y mujeres iguales y libres (Entendemos a la política, siguiendo a Hanna Arendt, como el discurso por el sentido de la sociedad y como el derecho a tener derechos. De modo que el análisis no reniega de nuestra inserción como ciudadanos y como modernos ni suprime la voluntad de construcción de ciudadanía)

Tras las huellas de Sheldon Wollin, diremos que se trata de una tradición del pensamiento crítico: una tradición muy especial cuyo propósito no es sólo conocer sino también transformar la realidad en función de algún ideal que sirva para guiar la nave del Estado al puerto seguro de la “buena sociedad”; un quehacer en suma, que no es indiferente ante el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, cualesquiera que fuesen las concepciones existentes acerca de estos asuntos. En consecuencia, ubico estas reflexiones en la perspectiva que indaga los vínculos entre emancipación y conocimiento.

Siguiendo a De Sousa Santos, tal propósito “incluye la conceptualización de una nueva teoría de la democracia que permita reconstruir el concepto de ciudadanía, una nueva teoría de la subjetividad que permita reconstruir el concepto de sujeto y una nueva teoría de la emancipación que no sea más que el efecto teórico de las dos primeras teorías en la transformación de la práctica social llevada a cabo por el campo social de la emancipación

 

Tales ideales no se corresponden por lo tanto a un quehacer estéril. El propósito ha sido también el reunir de manera sistemática un conjunto de inquietudes que han surgido en el afán por generar conocimiento explicativo y práctico en el campo de los estudios en donde este Curso encontró su sentido, con la esperanza de tender a superar la miseria en que cayó el pensamiento crítico al ofrecerse como legitimación extravagante al avance neoliberal.

 

A orillas de otro mar,

otro alfarero se retira en sus años tardíos.

Se le nublan los ojos,

las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós.

Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación:

el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor.

Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América:

el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.

Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla,

sino que la estrella contra el suelo,

la rompe en mil pedacitos,

recoje los pedacitos y los incorpora a su arcilla.
(Las Palabras Andantes. Eduardo Galeano)

 Clase final del Curso a cargo de José Figueroa 




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