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La Condición
Humana

 

 

 

“Nuevas generaciones,

educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento,

que experimentaran desde temprano los beneficios de la cultura,

mantendrían también otra relación con ella,

la sentirían como su posesión más genuina,

estarían dispuestas a ofrendarle el sacrificio de trabajo

y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir.

Podrían prescindir de la compulsión

y diferenciarse apenas de sus conductores.

Si hasta hoy en ninguna cultura han existido masas de esa cualidad,

ello se debe a que ninguna acertó a darse las normas

 que pudieran ejercer esa influencia sobre los seres humanos,

desde su infancia misma.”

Sigmund Freud

 

“...y cada paso crea una huella y cada huella es una historia

y cada ayer es una estrella en el cielo de la memoria...”

Ruben Blades

 

 

 

El niño: su presencia

 

Algunas consideraciones

 

Las articulaciones contenidas aquí tienen como fin propiciar un espacio desde el cual se anhela impulsar la promoción de un cambio más en las significaciones imaginarias sociales respecto de la infancia, hecho que llevaría a mutar las representaciones que a nivel singular se exhiben acerca de ella. Sabemos que es un proceso largo y penoso. Tanto es así  que desde la sanción de la CIDN poco se ha modificado el trato hacia los niños y las niñas en el mundo. De hecho, parecieran haberse encarnizado las prácticas de sujeción y crueldad a las que se los somete.

 

En este sentido sostenemos que considerar al niño un ciudadano, es imprimir a la significación infancia el sello de semejante, garantizando el cumplimiento de los derechos que se le ha reconocido por la simple y suficiente razón de pertenecer a la condición humana, refrendando el respeto y los cuidados que – por hallarse en un momento vital de indefensión – la criatura humana necesita. Al mismo tiempo significa tomar conocimiento de la  importancia de la preservación de la singularidad del mundo infantil, reconociendo que son sus derechos los que le permiten una adquisición progresiva en las decisiones que a ellos les atañen y por consiguiente, en la consecución de sus deberes. Ejemplificando: dar a la incursión de su palabra el valor de una expresión humana, cuidar sus espacios personales, registrar la situación que los derechos de los niños no son los derechos  que los adultos tienen sobre ellos sino que le son propios y sobre todo, darles a conocer esos derechos ya no a modo de recitado o como mera enumeración, sino devenidos palabra viva en la praxis concreta del cotidiano infantil. Es patético advertir, por ejemplo, como las comunicaciones entre los mismos niños son interferidas por los adultos pretendiendo satisfacer la curiosidad morbosa subyacente en ciertos vínculos tanto paterno-filiales como docente-alumno. O escuchar cómo se pregunta la ciencia  ¿cuándo las células se convierten en seres humanos? devanándose los sesos con respuestas químicas, con preguntas más acá de lo biológico; vanagloriándose en la intervención del médico que dio en acertar con la dosis justa en la fecundación asistida, adultos que se permiten el espacio de decidir si se implantan dos o un óvulo fecundado, o si se desechan los que sobran – según la condición socioeconómica de los reproductores – para que no perturben luego el desarrollo de la economía familiar. También parece inconcebible el hecho de respetar las decisiones que los niños y las niñas están en condiciones de tomar respecto de la elección referida a sus lugares de estudio o sus elecciones vocacionales primeras, tanto como en lo que hace a la expresión de su creatividad o su talento. Vemos así tanto niños como adolescentes transformados en micos en los medios de comunicación, siendo expuestos a ocupar el tiempo que debiera ser de ocio creativo bajo el criterio de quienes explotan sus capacidades además de someterlos a la función de acrecentar los bolsillos de sus progenitores mientras son desdeñados como los verdaderos productores de sus procesos creativos y los beneficios económicos que estos acarrean.

 

Desde la infancia hasta la adolescencia el camino hacia relaciones humanizantes suele estar plagado más de limitaciones que de posibilidades. Esto es, bajo una pretendida autoridad paterna lo que se realiza es un sometimiento del potencial infantil a la satisfacción de los deseos adultos, cuando en verdad la situación amerita que se logre el discernimiento entre autoridad y responsabilidad, dejando para los adultos la segunda y refrendando la primera como perteneciente a los niños y adolescentes sobre sí mismos. La comprensión de este señalamiento, ordenaría el accionar adulto tanto en el orden legal como en el espacio doméstico. ¡Cuántos adultos modificarían el modo de acercarse a los niños y a los adolescentes si hubiesen sido educados en el conocimiento de esta premisa! A los adultos sólo les cabe reconocer su responsabilidad respecto de los niños y los adolescentes. Responsabilidad que los lleva a respetar las posibilidades de cada ser humano en estado de infancia al mismo tiempo que los conmina a cumplir con lo que les compete en lo referente a los cuidados profilácticos pertinentes para su desarrollo y a no complacerse con ellos ya que el tiempo en que el ser humano transita por esas etapas se destaca por su vulnerabilidad. Dicho esto, y para que ella no sea permanente sino transitoria, es necesario que el universo adulto que lo reciba, lo trate como él mismo quisiera ser tratado en su indefensión.

 

Este es el requisito básico que conlleva el pensamiento que sostenemos desde aquí, tal como nos recuerda Dolto: “¿Por qué parece subversivo decir que los padres no tiene ningún derecho sobre sus hijos? En cuanto a ellos respecta, tienen sólo deberes, mientras que sus hijos no tienen  frente a ellos más que derechos, hasta la mayoría de edad. ¿Por qué parece subversivo decir que todo adulto debe acoger a todo ser humano desde que nace, como a él mismo le gustaría ser acogido?¿Que todo bebé y niño debe ser asistido, por todo adulto, en su indigencia física, en su incoordinación e impotencia física, en su afasia, en su incontinencia, en su necesidad de cuidados y de seguridad, con el mismo respeto que ese adulto pretendería si se hallara en la situación de ese niño (y no como él mismo fue o cree haber sido tratado en su infancia)?”[1]  Ningún ser humano adulto que ha sufrido un accidente y merece cuidado, o ningún ser humano que ha llegado a la vejez deja de ser considerado ciudadano por tales causas. ¿Qué impide entonces – a menos que sea el no reconocimiento como semejante – que la infancia sea considerada como tal? ...

 

Ser niño, ser humano

 

La llegada de seres humanos a este mundo ha ocasionado y ocasiona aun hoy, sorpresa y desconcierto. Avenidos a veces de modo imprevisto y acogidos con la extrañeza y el candor –  propios de la fragilidad humana – por parte de progenitores que los reciben como pueden; otras, solicitados como contraprestación entre adultos prostituidos en su deseo; otras, de la mano del avance de la técnica, en sus dos versiones:  esto es, como mercancía: territorio de trueque a cambio de bienes y servicios o certeza afectiva  y material ante la desprotección social y económica que brinda el capitalismo como sistema de valores frente a la vejez; o – lo más abominable – como proveedores de repuestos ante averías posibles de la maquinaria humana cuyo portador, se sabe, compra la pieza fallada y resuelve su dificultad con mayor celeridad y mejor calidad en tanto y en cuanto superior sea la solvencia que ostente; en definitiva, como aseguradora garante de un presente mejorable o de una vejez menos inquietante que el tiempo actual, la infancia se exhibe como una geografía donde las limitaciones humanas encuentran su posibilidad máxima de expresión. Sin embargo y a pesar de todo –  aunque minorizados, en cierta medida extranjeros de la Condición Humana, quiméricos en la lucha por la portación del título de semejante –  seres humanos nacen y se entregan a la aventura del vivir y ser parte de esta tierra y esta historia  sostenidos en la pura potencia de su deseo.

 

Amén de esto, arribar “en un cuerpo minúsculo” – obstáculo imaginario por antonomasia en el acceso a la consideración como semejantes por parte del mundo humano que los recibe – dificulta la prosperidad de la tarea de advertir que son mujeres o varones “a quien se manifiesta educación y respeto, al mismo tiempo, por supuesto, que se le protege, ya que tiene necesidad de ello”[2]. Esta situación particular de la humanidad convierte la labor de facilitar el despliegue de la condición humanizante en una trama narrativa apasionante y llena de inquietud; ya que es por medio de la palabra, sostenida en la coherencia de la acción, el modo en que se logrará la marca de la dignidad que legitimará su condición de sujeto pleno de derecho. Y es en este sentido que señalamos la imperiosa necesidad del conocimiento y la transmisión de tres leyes fundamentales que – al oficiar de hitos significantes, por donde un trayecto con asiento en cualidades profilácticas hacia la vida adulta, debiera encaminarse –  permitirían encarnar la ampliación de nuestro sentido acotado acerca de la Condición Humana. Tres leyes que – si bien a nivel teórico han sido manifestadas más de una vez por autores incansables y que la vida misma, sin tanta intelección mediante, ha permitido su expresión en los miles de adultos maduros e implicados que aportaron con su salud a la procreación responsable y la educación respetuosa de sus hijos –   merecen hoy nuevamente ser explicitadas en todos los ámbitos posibles debido a que la sociedad ha devenido cómplice de procedimientos sobre la infancia y sobre las relaciones entre padres e hijos, alimentando un imaginario sobre ellas poco alentador respecto del logro de una sociedad más democrática, saludable y madura.

 

Las leyes a las que hacemos referencia, son aquellas que distinguen a la pura vida de la vida humana, a saber: las leyes de filiación, la interdicción del incesto y la competencia de las leyes de vida en sociedad. Estas tres leyes son las que consideramos, debieran recibir los niños por parte del mundo adulto. En este sentido señalamos que, quienes son los encargados de llevar a cabo las funciones nutrientes y protectoras que se les debe al niño – sean éstos pertenecientes al ámbito privado, la familia, como al ámbito social, la escuela – trazan un camino, tanto con su acción como con su omisión, que pone de manifiesto las instancias liberadoras y promotoras de autonomía o las limitantes y perturbadoras del  desarrollo que acompañarán al ser humano en estado de infancia hasta lograr el estado adulto. Ahora bien, ¿en qué condiciones es posible que se realicen estas tres premisas?

 

En el nombre del Padre

 

Para referirnos a la primera de las leyes – las leyes de filiación – dirigimos la mirada sobre la importancia del nombre. Tanto el nombre como el apellido en el niño y la niña consignan el modo por medio del cual serán convocados a lo largo de sus vidas, a quienes se remitirán las premisas cuando se los interpele. “Nombrar al niño es darle ya su lugar en tanto que miembro de la sociedad. Ese nombre lo integra. Es el sonido que oirá cada vez que un acto se asocie a él y finalmente el niño se identificará con él y se reconocerá en él en tanto que ser de pleno derecho”[3]  Este acto de nominar, esta bienvenida que – por medio de los ritos relacionados al nacimiento –  inscribe en ese libro viviente que es la historia de los hombres el ingreso de un nuevo ser cuyo potencial creador consolidará al mismo tiempo que conmoverá la vida de sus familiares, es el hecho que filia al ser humano integrándolo a una cadena intergeneracional que por un lado, responsabiliza a los adultos – en lo referente a los cuidados que quienes lo acogen le deben – al tiempo que graba en el recién nacido su pertenencia a la vida humana y siembra en su corazón el cuidado de la misma como valor, abonando el anhelo de su  réplica al llegar a la edad adulta a través de los vínculos que en su momento logre establecer con su descendencia, con sus antepasados y con los demás seres humanos por medio del desenvolvimiento de su vida en comunidad.

 

El nombre y el apellido de una persona recién llegada promueve su inclusión en la realidad, en el mundo en el cual le tocará vivir. Y sabemos, por palabras de Castoriadis, que ese mundo no es cualquier mundo. No es el mundo ni un mundo. Es este mundo, configuración de significaciones que  baña al infans brindándole la posibilidad de sentido diurno, intentando barrer  de ese modo con  lo real que  irrumpe en cada nacimiento. Es decir, da significado a ese acto heredado de nuestro pasado natural y al suceso que resulta, convirtiéndolo en materia privativa de las cuestiones humanas. ¿Cómo se produce este pasaje? ¿En soledad? En absoluto. Este hecho se significa como tal en tanto y en cuanto existe un otro. Ahora bien, nos preguntamos ¿cualquier otro? No. El otro humano. Un otro humano que prevenga que la cualidad de la indefensión, con que la condición humana caracteriza el arribo de los seres humanos a este mundo, no conspire contra la vida del recién nacido; donde al tiempo que lo proteja en su indefensión orgánica, lo asista en sus incapacidades temporales; donde de ese modo logre ofrecerse como modelo que permita el desarrollo de su propio destino por medio del intercambio entre las expresiones del infans y la palabra humana. Intercambio a través del cual – en ese proceso de doble vía – se instaura el lugar del semejante, ya que requiere de la consideración por parte del adulto hacia el niño “como un interlocutor igual desde el nacimiento”[4], al mismo tiempo que ubica al adulto como representante del mundo y la cultura. Esto es, un otro humano capaz de presentarse como otro y como Otro[5].

 

¿Qué amor?

 

Esta última reflexión nos invita a ingresar en el tratamiento de la segunda de las leyes expuestas al comienzo de este capítulo, a saber: la interdicción del incesto. ¿En qué escenario se encuentran la noción de Otro y esta ley? Pues en el escenario en el cual el ser humano adulto se manifiesta.

 

Sabido es que los objetos primitivos de amor se encuentran en  derredor del recién nacido y, durante sus primeros años de vida, siendo parte del grupo familiar que lo protege. Este mundo humano adulto necesita, para poder oficiar de Otro, estar recorrido y subsumido a los mandatos de la cultura y a las leyes que le hayan marcado la delimitación en la satisfacción de sus pulsiones. Para el niño este hecho de hallarse frente a otro ser humano, sujeto a las mismas leyes y recorrido por las mismas prohibiciones a las que él se verá sometido, alimenta su anhelo de proseguir su desarrollo ya que advierte en sus progenitores o en los portadores de las funciones nutrientes y protectoras, modelos a seguir; calma la angustia que sus propias tensiones pulsionales le provocan y lo equipara, desde el rango de semejante, al mundo humano adulto al que aspira parecerse. De este modo, esta segunda ley –  tanto al ser un saber compartido con sus pares como al comprobarlo respecto de los demás integrantes adultos de su familia – guarda un registro cuya acción positiva “detiene la opción incestuosa y permite la simbolización del deseo físico en amor”[6] llevando al niño a expandir su horizonte amoroso y habilitando su paso hacia novedosos vínculos existentes fuera  de los límites familiares (en sentido ampliado).  Al mismo tiempo, esta ley limita la satisfacción pulsional adulta: o sea, permite “que el adulto sea un ejemplo viviente de aquello que incita al niño a conquistar. Es decir, que debe estar pronto a abandonar los placeres del cuerpo a cuerpo y debe estar castrado de sus placeres arcaicos”[7] Dicho de otro modo, la prohibición del incesto es brifronte: atañe al niño y al adulto. Es un NO en dos sentidos que ordena el camino de la satisfacción pulsional. Esta ley instala una ética del cuerpo y sus agujeros encauzando la energía psíquica a los espacios de satisfacción de acuerdo a la correspondencia de sus posibilidades en concordancia con la etapa vital que cada persona transitará a lo largo de su vida.          

 

Los tiempos y los escenarios en donde esta interdicción se juega, son variados. Es por esto que, comenzando por su prioritario lugar – la relación padres e hijos – hasta llegar al espacio que la escuela debiera propiciar como territorio valorado para el conocimiento y la reafirmación de su condición de ciudadano, la manifestación clara de esta ley se torna de suma importancia. La misma provoca la posibilidad del transformar en amor casto el deseo incestuoso hacia los padres y abre al niño al “mundo de los intercambios y las realizaciones sociales”[8] , permitiéndole a  los niños y niñas romper con la fantasía que sostiene que tanto los padres como los educadores tendrían sobre ellos todos los derechos de satisfacción e instaura el saber acerca de que en la adultez “serán los iguales de sus padres y libres respecto de ellos, excepto en lo que a cuidado material en la  vejez concierne”, según Dolto. Este punto es el que advertimos de importancia para ubicarnos – desde el conocimiento de los procesos singulares – en lo que serviría de soporte para pensar en la idea de una ciudadanía intergeneracional ya que esta vivencia se desempeña como molde para la apoyatura futura del cumplimiento de los deberes para con la comunidad (los otros).

 

En este sentido, damos a la escuela un valor privilegiado, ya que es en ella donde el niño culminará el proceso – iniciado en el seno familiar – acerca de saber cuáles serán los objetos amorosos permitidos para él y – en contrapartida – quiénes podrán acercarse y de qué modo – tanto a su cuerpo como a sus deseos – evitando de ese modo que se llegue a convertir en una posible víctima de abuso. El ámbito que la institución escolar propicia se transforma así en la esfera donde el niño y la niña debieran recibir la confirmación del imperio de su condición ciudadana, garante del conocimiento acerca de que los procedimientos que sobre ellos se realicen, se encuentran también recorridos por la privación de la satisfacción de los seres humanos adultos sobre ellos.

 

Respeto

        

Recordando que la prohibición del incesto es la heredera del Pacto Fraterno[9] estamos haciendo referencia a una ley que no sólo habilita al ser humano en su esfera singular sino que opera sobre la constitución de la sociedad en su conjunto. Entonces llegados a este lugar, abrimos el camino para ingresar a la transmisión de la competencia de las leyes de vida en sociedad.

        

El legado al que el niño se hará acreedor al salir de la instancia triangular que propicia el Edipo cobrará cuerpo, primeramente, en una nueva percepción del tiempo y el espacio: el tiempo se ligará a lo cronológico y el espacio a las nociones métricas. Acudirán a él los tres producidos de la institución de los diques psíquicos: “el asco, el sentimiento de vergüenza, los reclamos ideales en lo estético y en lo moral”[10].  Gracias a esto el niño reconocerá la existencia de la diferencia anatómica, pondrá en marcha el mecanismo de la sublimación a través de la instauración de valores, abandonará de modo progresivo la primacía de la fantasía por el principio de realidad y advertirá el tránsito de la progresión de la vida; elementos estos que participan en la construcción de la noción de semejante. Podemos observar que es por estos caminos que el niño declina la “crueldad” en el trato hacia los demás seres vivientes para ingresar a un orden más piadoso donde el reconocimiento de la existencia de sufrimiento en los otros seres vivos le permite limitar sus pulsiones destructivas. ¿A qué nos llevan estas cuestiones? Estas cuestiones nos llevan a avizorar en el niño el acceso a la posibilidad de acordar. Esto se hace evidente, en primera instancia, por medio de la emergencia de la capacidad en el niño para compartir juegos reglados donde se enfrentará a la contingencia de ganar o perder y, en segunda instancia, a la aceptación de modos de convivencia preexistentes a él; ambos asuntos vinculados al establecimiento de la competencia de las leyes de  vida en sociedad.

 

En este orden, la palabra se vuelve la herramienta fundamental dentro del circuito del establecimiento de vínculos humanos. El valor por la palabra dada, la importancia otorgada a la potencia de la palabra, el valor simbólico de la palabra, cobra materialidad en esta etapa de la vida donde su precisión, su cumplimiento, su valoración o su soslayo por parte del mundo adulto, marcará al niño de modo indeleble. Esta  inscripción permitirá el desenvolvimiento de la narrativa identitaria: el contar/se la/su historia a modo de engarce dentro de un entorno que le dará sentido y le concederá, a su vez, la inclusión en un colectivo. Los hechos dejarán de ser sucesos contingentes para pasar a conformar un eje de historización que lo socializará, tejerá una genealogía que lo alojará y le permitirá la visión ampliada de su pertenencia a una comunidad donde sus acciones serán significativas para el resto de los humanos que la conformen.

 

Citas


[1] DOLTO, F. “La causa de los niños” Editorial Paidós, Buenos Aires, 1991, pág 134.

[2] DOLTO, F. “¿Cómo educar a nuestros hijos?” Ed. Paidós, Barcelona, 1986, pág. 93.

[3] DOLTO, F. “¿Cómo educar a nuestros hijos?” pág. 94.

[4] DOLTO, F. “¿Cómo educar a nuestros hijos?” pág. 90.

[5] Nos referimos de este modo a la doble posibilidad de ser experimentado como semejante (otro) y como transmisor de la Ley (Otro). 

[6] DOLTO, F. “La dificultad de vivir”  Tomo I, Ed. Gedisa, Buenos Aires, marzo de 1985, pág. 22.

[7] DOLTO, F. “La dificultad de vivir” Tomo I, pág. 29.

[8] DOLTO, F. “La dificultad de vivir” Tomo I, pág. 33.

[9] Se sostiene desde el psicoanálisis que hubo un tiempo en que el hombre primitivo vivía en pequeñas hordas bajo el dominio de un macho fuerte. Éste macho guardaba para sí todo el poder y el imperio ilimitado de todas las hembras, quedando así los hijos varones sometidos a la violencia de aquel padre primordial. En este cuadro de situación los hijos varones debían procurarse mujeres por medio del robo ante lo cual se arriesgaban a ser descubiertos por aquel padre tiránico y quedar expuestos a su ira siendo expulsados, castrados o asesinados por él. Dadas las cosas de este modo, llegó el momento en que los hermanos expulsados se unieron para luchar contra ese padre y luego de destituirlo lo asesinaron y lo comieron en un banquete totémico. Se esperaba por medio de este ritual no volver al estado anterior de las cosas pero las luchas fraticidas continuaron y fue este hecho el que llevó a los hermanos a realizar un primer pacto. En él se manifestaban condiciones que evitarían el regreso a un espacio de tiranía como el vivido hasta el momento de la destitución del padre. DEMARIA, V. “Realidad y Subjetividad” Curso de Formación Integral en Derechos del Niño, 2003.  Al respecto Freud nos dice: “Nació la primera  forma de organización social con renuncia de lo pulsional, reconocimiento de las obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables (sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia”. FREUD, S. ”Moisés y la religión monoteísta” Amorrortu editores, Buenos Aires, octubre de 1980, pág. 79

[10] FREUD, S. “Tres ensayos para una teoría sexual” Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1989, pág. 161.




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