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Introducción

 

 

 

“En mi sueño no está el reparto agrario,

las grandes movilizaciones,

la caída del gobierno...

En mi sueño yo sueño a los niños,

y los veo siendo niños.

Si logramos eso,

que los niños en cualquier parte de México

sean niños y no otra cosa, ganamos.

Cueste lo que cueste, eso vale la pena…

Nosotros, pensamos que el trabajo

de los niños es jugar y aprender…

Pero los niños aquí no juegan…trabajan.”

Subcomandante Marcos

 

“soy humano, nada de lo que es humano me es extraño”

Terencio (siglo II AC)

 

 

 

En estas páginas se intentará responder, especialmente, a dos cuestiones centrales – desde el reconocimiento de la Modernidad como eje dador de sentidos –  que se desprenden de considerar a la CIDN como recurso heurístico: ¿Qué sentido tiene hoy generar conocimiento sobre lo social? y ¿cómo es posible que algo nuevo surja en este mundo? Ante una realidad crecientemente desgarrada y caótica – donde extremos hasta ahora desconocidos de pobreza y opulencia conviven escandalosamente y en donde la degradación integral de un capitalismo replegado sobre sus formas más parasitarias, especulativas y predatorias amenaza la supervivencia misma de la especie humana[1] –  señalamos que el pensamiento crítico tanto puede ir en busca de nuevos mundos posibles como nutrir a la imaginación utópica y enfrentarse al pensamiento único[2] subtendido bajo esos usos. El movimiento que propicia el pensamiento crítico junto a la práctica social de realización del ideal democrático, son elementos insoslayables que actúan como mediaciones en todo trabajo intelectual que quiera ser social y políticamente pertinente  con el horizonte hacia donde se dirige este ensayo: el de una sociedad de varones y mujeres iguales y libres[3]. En consecuencia, nos ubicamos en la perspectiva que indaga los vínculos entre emancipación y conocimiento; en otras palabras, dentro de una praxis como categoría central para pensar y transformar la realidad[4].

 

Este recorrido teórico que emprendemos aquí, sigue a Boaventura de Souza Santos en el anhelo de aportar al pensamiento que “incluye la conceptualización de una nueva teoría de la democracia que permita reconstruir el concepto de ciudadanía, una nueva teoría de la subjetividad que permita reconstruir el concepto de sujeto y una nueva teoría de la emancipación que no sea más que el efecto teórico de las dos primeras teorías en la transformación de la práctica social llevada a cabo por el campo social de la emancipación”[5]

 

 La propuesta es reexaminar el pensamiento sobre lo social desde la perspectiva articulada que ofrecen las nociones de subjetividad, sujeto, ciudadanía, democracia, Estado y modernidad;  dimensiones que se nos ocurren análogas al Opus Nigrum de las ciencias sociales.

 

El Opus Nigrum refiere al pensamiento alquímico y en particular a la experiencia de disolución y calcinación de las sustancias para permitir la emergencia de lo otro. La alquimia era un conjunto de técnicas de transformación personal –  las que pueden ser tomadas como metáforas – y ese término significaba la fase de separación y disolución de la materia. Aludía asimismo a las pruebas supremas del espíritu en su proceso de liberación. Aplicado a nuestro trabajo, quiere simbolizar las pruebas a las que se enfrenta el sujeto frente al deseo de liberarse del avasallamiento tanto como de la repetición, admitiendo en ese derrotero estas paradojas cruciales: ser sujeto y objeto en el acto continuo de reflexión y acción, como también la del esfuerzo de las ciencias sociales en su batalla contra la escisión cartesiana como frente al paradigma positivista.[6]

 

Situarnos desde la perspectiva del sujeto implica aceptar el vértigo que se produce en el dinamismo subversivo de la vida en fricción constante con las ideas cristalizadas y los mundos hechos[7]. La consecuencia de esta toma de posición –  para quien se arriesga a interpelar-se asumiéndose como sujeto – implica indagar la relación entre existencia y conocimiento, repensar el sentido humano del vivir y poner a prueba la afirmación de que el conocimiento sólo es posible mediante la angustia vivencial por la cual éste se percata de la finitud y de la fragilidad de su posición en el mundo.

 

El interés por la subjetividad es, en primera instancia, un desafío ético en concordancia con una manera de reconceptualizar la realidad. El carácter más dramático del giro paradigmático moderno se juega precisamente en la transición entre dos visiones que explican el mundo y sus sucesos: una –  anterior a la modernidad –  centrada en explicar los fenómenos y sucesos naturales y sociales a través de fuerzas sobrenaturales o divinas y otra – la moderna –  que situándose en el ejercicio de la razón, explica, asume y atribuye los eventos sociales e históricos a lo humano mismo, al efecto de su capacidad de creación o destrucción, y los fenómenos naturales ya no al capricho de los dioses del Olimpo sino a relaciones internas a la misma naturaleza, susceptibles de ser conocidas y explicadas por la razón humana. Se postula que este tránsito emancipa la subjetividad en el sentido del efecto de desencantamiento propio del mundo moderno que – al poner en crisis todo criterio de autoridad dogmática, verdad revelada e interpretaciones del mundo y de sus acontecimientos físicos, políticos, económicos y sociales recurriendo a una exclusiva y omnipotente voluntad sobrenatural –  relanza a los seres humanos al reto de pensarse a sí mismos, prefigurarse en sus posibilidades futuras y mirarse críticamente en su presente y pasado.

 

Simultáneamente la subjetividad es considerada en este trabajo como recurso metodológico que pretende enfrentar, desde esta perspectiva, un conjunto de problemáticas presentes en las ciencias sociales porque entendemos que la vocación de organizar la reflexión sobre subjetividad y sujeto es una tarea que permite establecer un puente entre las trayectorias y los quehaceres singulares –  por un lado –   y los colectivos (ciudadanía y prácticas sociales) por otro. Esto es: imaginar un pensamiento académico con una clara connotación política. Participamos por ello de la convicción expuesta por García Méndez[8] donde sostiene que “el desarrollo de una agenda vigorosa y creíble en materia de derechos humanos debe recuperar la necesaria capacidad de movilización social para su efectiva vigencia, todo lo cual dependerá en buena medida de recobrar el sentido original presente en su origen histórico”. Si partimos de que los derechos no son algo que exista ya dado en la naturaleza y que nosotros sólo nos limitamos a descubrir (como los cromosomas o los continentes) debemos concluir que los derechos los crea la sociedad mediante sus luchas condensadas en pactos. Desde algunas perspectivas que en apariencia podrían ser ubicadas en el realismo, se diría que la pregunta relevante entonces no es “¿qué derechos tiene tal criatura?”, sino “¿qué derechos queremos que tenga?”[9]. La fundamentación acerca de la cual nos proponemos dar cuenta aquí referida a los derechos del niño, no glorifica la acción ni supone volver sobre el plano metafísico para legitimar desde el jusnaturalismo lo que consideramos histórico y, por ello, contingente. Cuando decimos que sostenemos una clara connotación política, reafirmamos nuestra convicción de que no puede transformarse el mundo sin una interpretación del ser, esto es, sin una ontología – lo cual supone una interpretación acerca de la condición humana –; en otras palabras, una concepción antropológica. “Esta concepción, no puede darla la ciencia sino la filosofía, porque la ciencia…no piensa[10]. Dicho de otro modo, rechazamos la falsa identificación de lo racional con lo científico porque lo científico dentro del capitalismo es siempre “científico-técnico” por su valor “instrumental”[11], lo que la lleva a depender del poder en forma constante, hecho éste que la vuelve no inocente.

 

En la actualidad, las nociones de sujeto y subjetividad parecen haberse instalado como una referencia insoslayable en gran parte de las producciones teóricas de las ciencias sociales contemporáneas. Diferentes autores y distintas visiones apelan a ellas, en especial a la subjetividad, con tal insistencia que pareciera operar como una suerte de emblema imaginario de un tan ansiado cambio de discurso que –  esta vez sí –  podría decir algo nuevo respecto de viejas cavilaciones de la teoría social: nos referimos a la recurrente tensión Individuo / Sociedad. Respecto de la noción de sujeto no pocas veces se la ha utilizado como sinónimo de individuo, otras de yo, persona, identidad, subjetividad; cuando no de objeto de fuerzas y determinaciones históricas y sociales y/o agente o actor en estas. Sin embargo estos términos no son equivalentes. Antes bien, remiten a concepciones teóricas no sólo diferentes, sino –  en algunos casos –  directamente opuestas. En este sentido observamos que la cuestión del sujeto se ha constituido en un espacio de intensidad teórica en el que convergen y confrontan diversos discursos tributarios de tradiciones intelectuales y disciplinarias disímiles. Cabe entonces el propósito, no sólo de definir los términos sujeto y subjetividad a modo de glosario sino, por sobre todo, dar cuenta de qué elementos participan en su construcción y al mismo tiempo cómo su producido circula en el escenario que permite la democracia – ligado por ende a la noción de ciudadanía – como otras implicancias de nuestra tarea.

 

Retomando la línea de articulación ofrecida entendemos que, por definición, el sujeto de la democracia es el ciudadano libre.  Cualificar a este sujeto, adjetivarlo, para que adquiera sentido en tanto definido por la relación entre el nombre y la cualidad hasta hoy sostenida –  es decir, por el ejercicio activo de su ciudadanía –  resulta central a la reflexión que nos ocupa. Desde un punto de vista histórico, la teorización en torno al sujeto ha ocupado un lugar preponderante en el desarrollo de las ciencias sociales. Desde el Renacimiento hasta la Ilustración la conceptualización está signada por la constitución de la categoría normativa del sujeto fundada en conceptos como libertad, autonomía, responsabilidad, conciencia moral, igualdad, derechos, identidad, entre otros. En ese período el sujeto se perfila como una unidad social autodeterminada, racional, capaz de sentido moral y de alcance universal. Desde Hegel, Marx y Freud hasta Adorno, Foucault, Deleuze, Guattari y Derrida su caracterización, en cambio, es distinguida por la deconstrucción sistemática de la noción de sujeto metafísico, autónomo racional, origen de la palabra y de la acción, para colocar en su lugar la idea de un sujeto descentrado y sujetado a sus condiciones sociohistóricas e inconscientes.

 

         Es por esto último que señalamos la valoración otorgada a la pregnancia de lo sociohistórico en lo singular como vector en el proceso de construcción de subjetividad. Este enunciado será otro recurso metodológico que recorrerá transversalmente nuestro objeto de estudio. Visto de este modo indagaremos sobre el sujeto moderno – donde se asienta la noción de infancia presente en la CIDN –   y su relación con la noción de Estado, como un factor más desde donde éste se configura de la modernidad a esta parte.

        

En este trayecto el concepto de ciudadanía aparece ligado íntimamente a la idea de derechos individuales, categoría desde donde Marshall[12] emprenderá su ya clásico análisis del desarrollo histórico-lineal de los derechos y de la ciudadanía. Como esta noción descansa en los presupuestos de la teoría clásica liberal y por ello no está exenta del debate por su sentido, se observa una tensión aún no resuelta en el campo de los derechos humanos entre los derechos civiles y políticos y aquellos nominados como económicos y sociales. Marx había marcado la distinción entre derechos reales y derechos formales, donde el discurso burgués sobre la propiedad – condición de la existencia de los derechos del hombre – era más significativo que el fondo de la declaración, esto es, la virtud liberadora de los derechos del hombre. Pero cuando se pudo pensar en qué sentido el siglo XX se manifestó totalitariamente, se vislumbró que ni siquiera se trataba del problema ideológico con respecto a la propiedad lo que estaba en juego sino de algo muy diferente: la libertad de pensar, con lo cual se pudo comenzar a distinguir que la defensa de la libertad no era algo abstracto. A medida que vayamos transitando estas reflexiones  avanzaremos sobre este punto. Entendido así, el ciudadano es un individuo con derechos dentro de una comunidad políticamente organizada. Este sujeto legal no es la familia, ni la Nación, ni el clan: es el individuo como Unidad Mínima. Como corolario de ello y en el sentido de garantizar el cumplimiento de la configuración de derechos resultantes, observamos que se requiere la presencia de un tercero con capacidad de obligar: el Estado de Derecho o el Estado Nación.

 

Ferrajoli[13] señala que una legislación es el primer paso (ni siquiera el más importante ni el más difícil) en el camino hacia una efectiva defensa de los Derechos del Niño. Entre otras dificultades estipula que es necesaria una nueva cultura basada en la percepción de una infancia ciudadana y de un (tiempo) futuro como futuro del género humano. En relación a ello, Castoriadis precisa que instituir es fijar, delimitar, regular, estabilizar, sancionar lo humano y enmarcar referentes para la organización social. Todo esto se objetiva en normas, valores, lenguaje, herramientas, procedimientos y métodos para hacer frente a las cosas, hacer cosas y desde luego, hacer al sujeto mismo. Una institución es una red simbólica, socialmente homologada, en la que se combinan en proporción y relación variables, un componente funcional y un componente imaginario entendiendo por esto a lo esencial de la creación y la constitución de lo nuevo. En el plano social, es la emergencia de nuevas instituciones y de nuevas maneras de vivir. Por lo tanto, vemos aquí el valor que posee la CIDN como “caja de herramientas” para instituir una sociedad acorde al legado de la trinidad moderna. Baratta, Ferrajoli y García Méndez, adjudican en este sentido a la CIDN el rol de un modelo y un proyecto, una utopía de lo que todavía no es, cuya realización descansaría tanto en acciones de responsabilidad articulada de ciudadanos virtuosos como de intelectuales orgánicos[14] dentro de un proceso de movilización social; revelando de este modo el tejido que la CIDN promueve entre ciudadanía, derecho y democracia, campo de relaciones del cual no queda exento el Estado, sino que se nos representa como el centro de aquella trama.

 

Desde la Grecia clásica hasta nuestros días, advertimos un proceso de crecimiento y maduración en la idea que nos hacemos acerca de lo que es un ser humano como realidad singular en la historia y en el universo. Más allá de las mitologías, las religiones y las filosofías con sus concepciones divergentes y a veces contradictorias acerca de lo humano y lo social, prima la noción según la cual hay un núcleo en cada persona que no puede ser violado impunemente o no puede ser desintegrado y que al mismo tiempo constituye una suerte de parentesco común o lazo de familia, a través del laberinto de la historia: se trata de la idea de dignidad humana, del “andar erguido” –  en palabras de Bloch –  que está en el origen del concepto de derechos humanos y de la teoría de la democracia a la vez, por cuanto el respeto activo por el otro y la administración pluralista de la convivencia se sustentan entre sí y no pueden justificarse más que si se acepta que los humanos no somos animales de rebaño sino conciencias en libertad, que – a pesar del carácter temporal singular –  en cada uno palpita toda la humanidad.

 

De lo expuesto hasta aquí se derivan algunas inconsistencias de las cuales también nos ocuparemos en señalar. Nuestra cultura occidental –  sobre todo la argentina – sufre un olvido genealógico. Si como dijera alguna vez Borges “la memoria elige lo que olvida[15], la negligencia se hace evidente ante el holocausto como ante la dictadura de 1976 (por señalar sólo dos hitos contingentes y fundamentales en torno a la nunca acabada realización de los derechos humanos). No se tiene en cuenta así que los derechos son una construcción precaria que no se sostiene por sí sola, que la noción de “derecho” es la noción central de la ética –  no solamente del derecho – y que la noción de “deber” es posterior y se funda en ella. En relación a este punto, Marina ejemplifica que “si los derechos fueran propiedades reales, como lo son las fuerzas físicas, la estructura de la materia, la dinámica química, funcionarían con independencia de lo que los humanos hiciéramos. Pero nada de esto sucede. Los derechos son un proyecto de humanidad mantenido en alto esforzadamente, y no cobijaría a nadie si no estuviese mantenido por alguien. Los derechos no tienen una existencia independiente: son una insegura tienda de campaña que protege a los hombres sólo mientras alguien sostiene las lonas levantadas. Sin embargo, vivimos el mediodía de los derechos y el crepúsculo de los deberes.”[16]

 

Entendemos así que el vínculo armónico entre derechos y deberes es lo que funda el lazo social. Acordamos que el ser humano es junto con, al lado de, siempre en relación al otro. Un derecho siempre implica un deber por parte de una persona o una institución porque alguien o algo tiene que hacerlo realidad o al menos posible. Esta estrecha relación la encontramos en el artículo 29 de la Declaración Universal de Derechos Humanos[17] cuando establece que “Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que solo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.

 

Es así que, para nosotros,  se ha promovido un espacio de reflexión sobre la lectura acerca de cómo el sujeto y su conformación –  desde las diferentes significaciones que el campo sociohistórico habilita –  se imbrican. Este espacio invita a ser ocupado con una argumentación consistente que permita dar cuerpo a los principios que subtienden la CIDN. Por esto, al indagar tanto en la doctrina de la CIDN, en los marcos referenciales en que se apoya el paradigma de la protección integral, en los presupuestos desde donde emerge su propuesta garantista, en la historicidad de las nociones que atraviesan su discurso como en el proyecto de democracia y construcción de ciudadanía que introduce al campo de la filosofía política, es que consideramos inherente a nuestro propósito navegar a la CIDN en un intento de comprender la totalidad significativa que recupere el sentido histórico y político de sus enunciados.

 

En nuestro caso, tomamos a la modernidad como eje dador de sentidos, donde el discurso jurídico y el discurso de las disciplinas científicas y sociales ofrecen los marcos para significar a la infancia y desde allí operar como productores de subjetividad. Y desde la intención de acceder a una visión más integral que nos suministre instrumentos acordes para comprender la conflictividad actual de la realización de la infancia como sujeto pleno de Derecho, recurrimos al indicio que nos brinda Cillero Bruñol[18], a saber:  que la CIDN, a diferencia de la tradición jurídica y social imperante hasta antes de su aprobación, no define a las niñas y los niños por sus necesidades o carencias, por lo que les falta para ser adultos o lo que impide su desarrollo. Por el contrario, al niño se le considera y define según sus atributos y sus derechos ante el Estado, la familia y la sociedad. Ser niño no es ser menos adulto, la niñez no es una etapa de preparación para la vida adulta. La infancia y la adolescencia SON FORMAS DE SER PERSONA Y TIENEN IGUAL VALOR QUE CUALQUIER OTRA ETAPA DE LA VIDA.

 

Entonces, apoyados en el núcleo de sentido que nos provee la CIDN, consideramos que la inclusión de la infancia –  desde el marco que la ley propicia, asimilada como una categoría de igual valor a cualquier otra etapa de la vida – dentro de las diversas formas por medio de las que el ser persona se manifiesta, deviene acontecimiento y, como tal provoca nuevos modos de producción subjetiva de donde los términos sujeto y ciudadano se revelan esferas solidarias, ampliando así nuestra limitada conciencia acerca de la Condición Humana.

   

 

Citas


[1] BORON, A. “Teoría y filosofía política. La tradición clásica y las nuevas fronteras”. Ed. CLACSO. Bs. As. 1999.

[2]¿en qué consiste realmente ese pretendido “pensamiento único” en el cual se habría encarnado la racionalidad de la época en que  vivimos? En rigor, pivota sobre tres ejes valorativos generales perfectamente opinables para cualquier persona común: un cierto grado de tolerancia en las ideas y en las costumbres; una  gran pasión por el dinero; y la creencia de que las desigualdades sociales son inerradicables y, por último, necesarias. El primer eje conecta el pensamiento único con los principios de la democracia como mero procedimiento; los otros dos, con el abandono del keynesianismo y el retorno a la economía neoclásica... Como concluye Emmanuel Todd luego de hacer un agudo análisis del tema: “no hay nada en el pensamiento único, que es en realidad un no-pensamiento o un pensamiento cero” cuyo “rasgo central y unificador es la glorificación de la impotencia”. NUN, J.Democracia ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?” . FCE. Bs. As. 2001, (p. 171-2).

[3] Este análisis no reniega de nuestra inserción como ciudadanos dentro de la zaga de la modernidad; por ello, no suprimimos nuestra voluntad democrática en la construcción de una ciudadanía para la emancipación.

[4] El propósito que nos motiva es reunir de manera sistemática un conjunto de inquietudes que han surgido en el afán por generar un conocimiento argumentativo y práctico, tendiente a superar tanto la miseria en que cayó el pensamiento político al ofrecerse como legitimación extravagante del avance neoconservador; acometer el esfuerzo teórico para no caer en algunas perplejidades intelectuales que la experiencia democrática argentina desde su recuperación hasta su última crisis asomó con la máscara del desencanto y la incertidumbre posmoderna, como también redoblar el esfuerzo del pensamiento académico para avanzar sobre cierta declinación intelectual respecto del limitado desarrollo de la teoría de los Derechos Humanos.

[5] de SOUSA SANTOS, B. “De la mano de Alicia”  Siglo del Hombre Editores, Colombia, 1998.

[6] Opus Nigrum, es una recreación novelada del siglo XVI, en el que el inmovilismo de la Edad Media terminó de perder su batalla ante el Renacimiento. Fue uno de los períodos más atroces de la Humanidad. Y esa atrocidad provenía de la repetición de una constante de la historia: la resistencia de ciclos concluidos a retirarse de una escena a la cual ya no tienen nada que ofrecer.” YOURCENAR, M. “Opus Nigrum”. Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 1986.

[7] Algunos análisis de la reconversión capitalista caen en el terreno de los discursos apocalípticos. Lo vemos generalmente en aquellos que al referirse a la globalización, subrayan la desaparición del Estado-Nación por el mercado. El mercado es la antítesis del futuro. Si en reemplazo del Estado, las que decidirán serán en adelante las leyes impersonales y automáticas del mercado ¿para qué hace falta la política como producción de sentido y elaboración colectiva del tiempo?. Por otra parte, si bien reconocemos que el Estado se ha debilitado en su función de metaorganizador, de referente, de regulador de los intercambios psíquicos y sociales; en el plano del universo simbólico, por el contrario, se ha reforzado el aparato represivo estatal. Esto está en relación con la existencia de una crisis de hegemonía de las clases dominantes y de la dificultad concomitante en sostener los mecanismos de consenso y de control social. El problema es si estas características de la situación actual implican que el Estado ya no existe o si son indicadoras de la profundidad de la crisis económica, política y social y de las condiciones de emancipación que tanto obtura como desencadena. El problema es que desde estas ópticas, se niega, se desconoce, la relación de interioridad entre estructura social y subjetividad y el hecho de que la primera constituye el aspecto principal en esa relación. Y se desconoce también, en particular, la relación, como parte de la estructura social, entre las relaciones de producción y la subjetividad.

[8] GARCIA MENDEZ, E. “Derechos Humanos: origen, sentido y futuro: reflexiones para una nueva agenda”. Bs. As. 2003.

[9] MOSTERÍN, J.Creando derechos”. El País, 29-8-99

[10] ZAFFARONI, E. R. “Criminología, aproximación desde un margen”. Ed Temis, Bogotá, 1988.

[11] HABERMAS, J. “Ciencia y técnica como ideología”. Madrid, 1984 (P. 63)

[12] MARSHALL, T. H., BOTTOMORE, T. “Ciudadanía y clase social”. Ed. Alianza, Madrid 1998.

[13] FERRAJOLI, L. Prólogo al libro “Infancia, ley y Democracia en América Latina” Análisis crítico del panorama legislativo en el marco de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. GARCÍA MÉNDEZ E. y BELOFF,  M. Ed. Temis. Tomo II, Bogota, 1999.

[14] Al respecto, es oportuno traer a colación la siguiente cita También, es probable que haya sido decisiva la intuición de algunos grupos de activistas sociales, en el sentido de que no es sólo la democracia la que garantiza la lucha por los derechos, sino que es también, y fundamentalmente, la lucha por los derechos lo que garantiza la democracia”. GARCIA MENDEZ, E. “Infancia, Ley y Democracia: Una cuestión de justicia” en: “Infancia, Ley y Democracia en América Latina. Análisis crítico del panorama legislativo en el marco de la CIDN (1990-1999)”, tomo 1, Ed. Temis/Depalma. 2ª ed. Bogotá, Buenos Aires, 1999.

[15] BORGES, J. L. Citado por GABETTA, C. “La ‘democracia’ en Argentina” (Vigésimo aniversario). Ed. Le Monde Diplomatique. Capital Federal, 2003.

[16] MARINA, J. A.Crónicas de la ultramodernidad”. Ed. Anagrama. Barcelona, 2000 (p. 232, 239, 241)

[17] Declaración Universal de Derechos humanos. En “Derechos Humanos. Compilación de los Instrumentos Internacionales con rango constitucional”. (p. 78). Subsecretaría de Derechos Humanos y Sociales. Ministerio del Interior. Buenos Aires, 1998.

[18] CILLERO BRUÑOL, M.  “Infancia, Autonomía y Derechos: una cuestión de principios”. En: "Iinfancia", Boletín del Instituto Interamericano del Niño, Nº 234, Montevideo, 1997.

 




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